Puerto de Tribugá: arrogancia fatal
Mauricio Uribe López
El golfo de Tribugá en el municipio chocoano de Nuquí es uno de los lugares más hermosos y biodiversos del planeta. Sus aguas reciben cada año ballenas jorobadas que llegan a sus costas a aparearse, además de aves migratorias, tortugas, peces y mariposas que escapan de los inviernos en cada hemisferio. Alberga grandes áreas cubiertas por manglares que son, en sí mismos, complejos y ricos ecosistemas que cumplen las valiosas funciones de proteger nuestras costas de la erosión y son además lugar de reproducción y albergue de una buena parte de la fauna marina, incluidas las escasas reservas pesqueras. En medio de un contexto de cambio climático y de la sexta extinción masiva de especies vertebradas, seguir pensando el desarrollo en términos de megaproyectos que destruyen la naturaleza constituye, para usar el título de una obra del economista Friedrich Hayek, una arrogancia fatal.
Con entusiasmo frenético, líderes políticos y empresariales del Eje Cafetero y Antioquia abogan por la construcción de un puerto de aguas profundas en la zona, argumentando que esto le dará un fuerte impulso al desarrollo de la región centro occidental del país y generará empleos y prosperidad para los chocoanos. Sabemos que los megaproyectos son una caja de Pandora de la que salen beneficios mal distribuidos y costos sociales y ambientales enormes que recaen en forma desproporcionada sobre los más vulnerables. En algunos casos, como hasta ahora ocurre en Hidroituango, esos costos son enormes e irreversibles mientras los beneficios son aún inciertos. Aún si se concretan, no alcanzarían a reparar o al menos compensar los enormes daños causados a la naturaleza y a las comunidades, cercadas por tecnócratas y ejércitos privados.
Los casi nueve mil habitantes de Nuquí y los chocoanos en general deben aguzar sus oídos para identificar y rechazar las promesas que en nombre del progreso y desarrollo los pueden terminar arrojando a un contexto de miseria, violencia y degradación ambiental y social. ¿Acaso Buenaventura, donde hay un gran puerto, es una ciudad con bajas tasas de desempleo, pobreza y criminalidad? Según la Gran Encuesta Integrada de Hogares del DANE, la tasa de desempleo en Buenaventura llega al 18%. Para los líderes del paro de 2017, esa cifra está subestimada y en realidad es muy superior. Mientras la tasa de incidencia de la pobreza según el índice de pobreza multidimensional en el país es de 20,2%, en Buenaventura llega a 63%. El terror introducido por los grupos armados llegó a extremos aberrantes como en el caso de las llamadas “casas de pique”. En resumen, mientras por el puerto pasa una parte importante de la riqueza nacional, los habitantes de la ciudad sobreviven con grandes privaciones. El puerto es en realidad una economía de enclave. Es un puerto más que una ciudad. En todo caso, si ya el país cuenta con el puerto de Buenaventura, lo mejor es ampliarlo, adecuarlo y mejorar la calidad de sus vínculos con la ciudad y sus habitantes, en lugar de destruir la naturaleza y la comunidad en otro punto del Pacífico colombiano.
La arrogancia de quienes están dispuestos a sacrificar la vida en el altar del desarrollo económico termina siendo, a la larga, fatal. El informe de desarrollo humano de Naciones Unidas de 1996 cita al poeta y filósofo bengalí Rabindranath Tagore, premio Nobel de literatura en 1913. Sobre sus palabras debemos reflexionar todos los colombianos para no dejarnos llevar por los cantos de sirena del “progreso”: “Durante más de un siglo hemos sido arrastrados por el próspero Occidente detrás de su carro, ahogados por el polvo, ensordecidos por el ruido, humillados por nuestra propia falta de medios y abrumados por la velocidad. Accedimos a admitir que la marcha de este carro era el progreso, y que el progreso era la civilización. Si alguna vez nos aventurábamos a preguntar progreso hacia qué y progreso para quién, se consideraba que albergar ese tipo de dudas acerca del carácter absoluto del progreso era un rasgo excéntrico y ridículamente oriental. Recientemente, hemos comenzado a percibir una voz que nos advierte que hemos de tener en cuenta no sólo la perfección científica del carro, sino la profundidad de las fosas que surcan su camino”.
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